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jueves, 30 de abril de 2020

RECREANDO LA VIDA


                                                      RECREANDO LA VIDA.
Está amaneciendo. Con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, observo cómo las sombras de la noche, dibujadas por las luces anaranjadas de las farolas del barrio, van dejando paso a un cielo azul celeste. Recuerdo una frase de la escritora Ana María Matute que decía que, si no existiera la fantasía, habría que inventarla. La niña que fui aleja su mirada hasta las montañitas, e imagina ver, como en las películas del Oeste Americano, una hilera de indios montados en sus caballos, recortada por el sol saliente detrás de los alcores, atentos a cómo se desarrolla en el valle la vida de los habitantes de piel blanca.
Pero desciendo a la realidad actual, abril del año 2020, que es muy distinta. Estamos viviendo en el mundo, una situación extraordinaria por su malignidad. Una pandemia: el corona virus. Pienso que la Naturaleza se ha enfadado con nosotros, por lo mal que la tratamos con tantas porquerías como vertemos a los ríos, a los mares, al aire, consecuencia del consumismo sin límites en el que vivimos, donde lo importante para ser feliz es consumir, consumir y consumir, y, que después, la Naturaleza se encargue de ir destruyendo todo lo nocivo. Esta ha decidido quejarse. Pero lo que la naturaleza no puede distinguir es que parte del planeta vierte basuras que le incomodan, que le hieren, que le destruyen, y cuales otras no tienen ningunas bazofias que tirar, porque no forman parte de esas naciones privilegiadas que han llegado a la era del consumismo. Los que viven en el tercer mundo, los pobres, que poseen pocos resortes para combatir la pandemia que estamos sufriendo.
En momentos difíciles de la vida, es cuando sale a relucir el sentido de la fraternidad entre los seres de la tierra y se está viendo como este sentimiento triunfa sobre egoísmos. También hacemos un recuento de nuestras vidas y nos refugiamos en tiempos gratos, felices.
Hoy es veinte abril de 2020.Estamos en el centro de la pandemia, que se contará en los anales de la historia. Estoy haciendo una revisión de mi vida. Pensando en personas que han sido importantes para mí. Siento, vivo, recreo la vida en presente. En el presente de hace muchos años:
Esta mañana he ido a Torreblanca. En este barrio vive Mari Carmen, la chica que trabaja en mi casa. Como no soy miedosa, más me preocupa lo que puedan pensar mis cursis primas si me vieran en semejante barrio, que el sentimiento de inseguri-dad de andar por sus calles.
El otro día, cuando le dije a Mari Carmen: ¡Pollo, nada más sabes cocinar pollo!, me contestó: Aquí se comen todos los días dos platos y yo cocino pollo todos los días, pero no sabe usted el único plato que come la gente de mi barrio. Mis ojos se posaron en sus ojos sinceros y doloridos por la vida que le está tocando vivir. No hizo falta nada más. A través de la mirada mi alma pidió disculpas.
Cuando vengo a este arrabal, tengo que pensar bien qué ropa me pongo y qué traigo en el bolso. El no ser miedosa no quita que no sea prudente. Cuando vuelvo a casa me siento cansada, pero feliz. Me gusta estar entre esta gente pobre. Aprendo de la vida y me siento querida de tú a tú por ellos, por su sinceridad. La mayoría de las viviendas están limpísimas y agradables. La mesa de camilla acoge a la familia alrededor, y, yo, me siento en ella como una más, mientras le explico a la vendedora técnicas de venta. Lo que me molesta son las calles sucias hasta la saciedad y sin asfaltar ¡Ay los poderes públicos!
Un día, caminando por las calles de Torreblanca, casi me tropiezo con una mujer que salía de su casa con dos niños pequeños llorándole detrás y otro agarrado a sus faldas. Con rabia endemoniada tiró a la calle el agua del cubo de la fregona, gritando ¡Que ganas tengo de ser vieja para no tener que aguantaros! ¡Dios!, ser vieja, pensé. Querer ser vieja…que harta tiene que estar esta mujer de niños y de la vida que vive para querer ser vieja.
Mari Carmen no tiene más de veinte años. No medirá más de ciento cincuenta y cinco centímetros. Es más bien fea. Tiene la piel basta, con granos en la cara, nariz prominente, dientes demasiado grandes, ojos oscuros que, cuando te miran, atrapan la atención y te hacen olvidar que tienen cuerpo físico. Es una persona que se convierte en mirada.
Es inquieta e inteligente. Cuando llega a mi casa a las nueve de la mañana, ha recogido el periódico al que estoy abonada, del quiosco de la esquina. Se sienta, sin tan siquiera decir buenos días, y se pone a leer los titulares de las noticias más relevantes. A veces me enfado, porque, enfrascada en la lectura, no se entera de las instrucciones que le doy, antes de irme a trabajar. Un día le dije que las apuntara ya que, como estaba ensimismada leyendo el diario, no se enteraba de lo que le hablaba. Levantó sus ojos de la lectura, dejó caer sus manos en el regazo y, casi con tono de súplica, me contestó: no se escribir. Me dejó sorprendida. Entonces, busqué una libreta que tenía a medio usar desde niña, en el cajón de útiles para escribir. Le llamaban de “rayas”. Entre renglón y renglón tenían dos líneas paralelas con un espacio de altura de unos cuatro milímetros. Se la enseñé y le dije que, cada día, le marcaría unas palabras para que las copiara entre las líneas paralelas. Que no debían salirse de entre ellas, para que las letras estuvieran proporcionadas, todas del mismo tamaño e ir desarrollando una ortografía armoniosa.
Un día le dije que tenía que irme a vivir a otra ciudad. Nos despedimos y no me quedé ni con su dirección, ni con su teléfono, ni tan siquiera con sus apellidos.
Desde que me fui de la ciudad que me vio nacer, mi vida se convirtió en un cerco de agua en la prenda de la persona amada.
        Cinco de abril…Llueve. No calma mi perturbación interior la dulce melodía de las gotas rebotando en los tejados o resbalando por las hojas verdes-blancas de la hiedra de la valla, hasta descansar en el mullido césped. Encuentro un poco de serenidad escribiendo, con tal velocidad, que me duelen los dedos. Ese día, cuando llegó la tarde, la lluvia dejó paso a la niebla que cubría gran parte de la ciudad, sobre todo en el barrio, por estar junto al río. Salí a dar un paseo. No se veía más allá de cinco metros. Mis ojos se esforzaban en ver entre la niebla y, cuanto más profundizaban, más se sentían inmersos en el blanco gris. Sólo las luces de las calles y las de las ventanas de las casas del Pº del Val, eran capaces de romper su envoltura. Estaba totalmente transportada a mi niñez y el mundo real que me envolvía, era el mundo fantástico de ella, creado en una tierra caliente y soleada, donde la nieve y la niebla eran vividas sólo a través de los cuentos.
Consciente de que me encontraba demasiado sola, haciendo de la necesidad virtud busqué contactos por medio de las madres de los niños de la guardería de mi hijo, y me reuní con personas que paliaban mis inquietudes como persona.
La Tertulia del Café, que así denominados al grupo, se reunía un sábado cada dos semanas. Hablábamos, de arte, literatura, asuntos sociales, etc. Un día nos contó Montse la Leyenda de la Mariposa que decía:” cuando quieras desear felicidad y convertir tus deseos en realidad, susurra a una mariposa tu petición y entrégale su libertad, agradecida, con tu deseo volará y la alegría y el amor te llegarán. Las mariposas, que no pueden emitir ningún sonido, son los únicos seres vivos de la tierra que se comunican directamente con Dios. Si tienes un deseo, díselo a la mariposa y dale la libertad, en agradecimiento ella se elevará para llevar tu petición al cielo y este te será concedido... El símbolo de la mariposa es amor, libertad de pensamiento y deseos que vuelan para convertirse en realidad”. A todos nos gustó mucho la leyenda y, después, al despedirnos, compartí con Montse el deseo latente, no olvidado, de volver a ver a mi asistenta Mari Carmen, pero no tenía medios para buscarla. Perduraba su recuerdo en mi corazón, como el de una bella catedral gótica. Aunque su rostro estuviera sembrado de arrugas y sus ojos mantuvieran aquella tristeza transparente.
En otra reunión Luis, un físico-químico-matemático, que trabajaba en el departamento de investigación de una multinacional, inteligente, agudo y orgulloso, que se expresaba mejor que un catedrático en literatura, nos explicaba que había llegado a la conclusión que, cuando nos muramos, el alma continuará girando alrededor del planeta. Que seguiríamos viéndonos en el espacio, dando vueltas y más vueltas en círculos concéntricos alrededor de la tierra, en esas vueltas, nos veríamos, pero que no podríamos hablar ni comunicarnos de alguna forma. Sentí mucha angustia al oír esa aseveración, aunque fuera una hipótesis. No poder intercambiar saludos con los conocidos, acariciar la cabeza de un niño pequeño removiéndole el pelo, dar un beso a una persona querida…Me imaginé figuras planas metidas en el carrete de una película y no se quien, girándolas. No sé por qué, mi subconsciente relacionó esta glosa con la leyenda de la mariposa. Y, recordé una vez más a Mari Carmen. Estaba trabada en mis pensamientos
Cuando Luis terminó de contar su relato, aunque me produjo gran desasosiego, pensé y pienso que, aunque fuera dando vueltas a la tierra, en el espacio, a mí me gustaría cuando muera y, si mi asistenta M.º Carmen ha muerto, o cuando suceda, aún sin poder hablar, ni darnos un abrazo, volver a verla y sentirla como la rápida brisa que corre en una soleada tarde de primavera.
20-abril-2020. ESCRITO POR.TRINIDAD ROMERO.
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